Introducción
El artículo 66.2 de la Constitución Española recoge las tres funciones clásicas del Parlamento, señalando que las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus presupuestos y controlan al Gobierno, además de las demás competencias que las atribuyan la Constitución y las leyes.
Sin ninguna duda, y aunque hoy los Parlamentos hayan expandido y evolucionado sus funciones, la función legislativa sigue siendo la función primordial y más genuina de los Parlamentos, en cuanto representación de la soberanía nacional y voluntad capaz de emanar normas imperativas de carácter general, enmarcadas por el debate y el consenso.
El procedimiento legislativo puede describirse como el conjunto de actos parlamentarios necesarios para llegar al acto normativo que es la Ley. En la generalidad de sistemas del Derecho Comparado el procedimiento legislativo comprende tres fases bien diferenciadas:
- 1. Una fase de iniciativa, limitada a la proposición de un determinado texto con vistas a su ulterior discusión parlamentaria. En España se reconoce iniciativa legislativa al Gobierno, Congreso, Senado, Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas e iniciativa popular (artículo 87 de la Constitución).
- 2. Una fase constitutiva, en la que se aprueba el texto legislativo. Esta fase es íntegramente parlamentaria y en ella tiene plenitud el debate y el consenso parlamentario (véase "Procedimiento Legislativo").
- 3. Una fase integrativa de eficacia jurídica, en la que se incluye la sanción real, junto con la promulgación y la publicación de la ley.
La fase integrativa de eficacia: significado, precedentes y derecho comparado
La última fase del procedimiento legislativo, que tiene lugar una vez que la Ley ha sido aprobada por las Cámaras y que en la Constitución Española comprende la sanción, la promulgación y la publicación de la Ley, no es condición para la existencia de la Ley, que ya ha sido aprobada por las Cortes Generales, titulares de la potestad legislativa, sino para su eficacia erga omnes. De hecho, en esta tercera fase el procedimiento legislativo ya ha concluido y la Ley es plenamente válida, pero con su sanción, promulgación y publicación se integra con plena eficacia en el ordenamiento jurídico.
No obstante algunos autores opinan que esta última fase es también necesaria para la propia existencia de la Ley, más allá de su aprobación por las Cortes Generales. Para Laband y los miembros de la Escuela Alemana de Derecho Público, la sanción era un elemento constitutivo de la ley que no se perfeccionaba hasta que este acto real confería valor obligatorio a su contenido normativo. Más tarde, Carré de Malberg le restaría importancia extendiendo la tesis, más aceptable por las monarquías parlamentarias, de que el texto aprobado expresa la voluntad del Parlamento y, en sí mismo, crea la ley, aunque ésta deba perfeccionarse con otro acto de voluntad que corresponde al Monarca en tanto que es el Jefe del Estado, y que como tal, asume su representación, de modo parecido a como el Jefe del Estado expresa el consentimiento de éste para obligarse por medio de Tratados o Convenios internacionales. Esta interpretación, respetuosa con los principios del Estado democrático-liberal, permitía entender que la promulgación era un "sucedáneo republicano de la sanción" y establecer también en las repúblicas este trámite, en realidad inexcusable para la seguridad jurídica. En este sentido, la sanción, la promulgación y la publicación de las leyes son actos dirigidos a perfeccionar el proceso legislativo y a integrar con eficacia jurídica la norma aprobada por el Parlamento en el ordenamiento jurídico.
Antaño el monarca tenía un auténtico poder para aceptar o rechazar las leyes aprobadas por el Parlamento. Así se entendía la sanción real por ejemplo en el Reino Unido, donde la Ley emanaba de la Reina con su Parlamento, si bien en este país el último antecedente de una aplicación efectiva de la sanción regia se remonta a 1707, año en que la Reina Ana negó su Royal assent al Scotch Militia Bill. Desde entonces la sanción real es una sistemática ratificación de las leyes aprobadas por el Parlamento, convirtiéndose en un mero formalismo destinado a dotarlas de la mayor solemnidad. Del mismo modo en Bélgica la costumbre impide al monarca hacer uso de la sanción en sentido contrario al Parlamento.
Durante el paso de la monarquía absoluta a la monarquía limitada la sanción, entonces auténtico derecho del Monarca para oponerse a las leyes aprobadas por el Parlamento, va perdiendo esa capacidad de oposición total del monarca y moderando sus efectos, hasta cristalizar en una función obligada del Monarca, consustancial con la monarquía parlamentaria. Hoy la sanción real es un residuo histórico de la antigua facultad de los monarcas de participar en la elaboración de las leyes. La sanción en nuestros días refuerza la solemnidad y dignidad de las leyes, que son firmadas por el Jefe del Estado, pero este obviamente carece de toda facultad de veto. Como señalara Carré de Marlberg, el Rey está obligado a sancionar sin posibilidades de negarse a hacerlo, por la propia estructura del régimen parlamentario.
Este trámite final de la elaboración de las leyes y la integración de su plena eficacia jurídica ha sido objeto de atención en todos los textos de nuestro constitucionalismo histórico. La Constitución de Cádiz ofrecía en 1812 una detallada regulación de la sanción real incluyendo en sus artículos 142 a 152 una verdadera facultad de veto a favor del monarca. Las Constituciones posteriores fueron mucho más concisas, si bien destaca la Constitución de 1869, para la que la consecuencia de que el Rey negase la sanción era la de que no podía volverse a proponer un proyecto de ley sobre el mismo objeto en aquella legislatura.
De acuerdo con la forma de Estado que establecía, la Constitución republicana de 1931 suprimía la sanción real y otorgaba un veto suspensivo a favor del Presidente de la República. Disponía que el Presidente de la República promulgaría las leyes sancionadas por el Congreso dentro del plazo de quince días. Antes de promulgar las leyes el Presidente podría pedir al Congreso, en mensaje razonado, que las sometiera a nueva deliberación, pero si volvían a ser aprobadas por una mayoría de dos tercios, el Presidente estaba obligado a promulgarlas.
En estos textos constitucionales se acumulaban sanción y promulgación, algo que no es frecuente en el Derecho Comparado en el que, en términos generales, la fórmula elegida se corresponde con el carácter monárquico o republicano de la forma de Estado. Generalmente en las Constituciones de los Estados que acogen la monarquía como forma de Estado se habla de sanción real de las leyes, si bien existen excepciones como la Constitución belga, cuyo texto refundido de 17 de febrero de 1994 dispone en su artículo 109 que el Rey "sancionará y promulgará" las leyes.
Entre las Repúblicas es común la figura de la promulgación, siendo así que el veto se ha definido como el sucedáneo de la sanción regia en los regímenes republicanos. Es el caso del artículo 73 de la Constitución Italiana de 1947, que atribuye la promulgación al Presidente de la República dentro del plazo de un mes desde la aprobación de las leyes, publicándose inmediatamente después de su promulgación y entrando en vigor, salvo disposición legal en contrario, al decimoquinto día de su publicación. El artículo 74 permite al Presidente solicitar una nueva deliberación a las Cámaras antes de la promulgación de una ley, pero éstas pueden aprobarla de nuevo, de forma que debe promulgarla sin más demora.
Igualmente, el artículo 82 de la Ley Fundamental de Bonn, dispone que las leyes "serán promulgadas por el Presidente federal y publicadas en el Boletín de Legislación Federal".
Finalmente, el artículo 10 de la Constitución francesa de 1958 establece que: "El Presidente de la República promulgará las leyes dentro de los quince días siguientes a la comunicación al Gobierno de la Ley definitivamente aprobada. El Presidente de la República podrá, antes de expirar dicho plazo, pedir al Parlamento una nueva deliberación de la ley o de alguno de sus artículos. No se podrá denegar esta nueva deliberación".
Pero no hay que confundir la sanción con el derecho de veto, contrafigura republicana de la sanción regia, que responde a un mismo principio de contrapeso entre el poder legislativo y ejecutivo y que en los actuales regímenes republicanos sigue teniendo vigencia, como es el caso de Estados Unidos, o también los citados de Francia o Italia, en los que el Presidente de la República, que a diferencia del monarca responde a una elección por sufragio directo o indirecto, puede interponer un veto devolutivo y solicitar que la ley vuelva a ser debatida, tras lo cual debe promulgarla. Además, como señala Pérez—Serrano, sanción y veto se diferencian en que la sanción es en todo caso necesaria tras la aprobación de la ley y el veto puede presentarse o no, de modo que si no se llega a interponer, la ley es plenamente válida.
La sanción real en la Constitución de 1978
El artículo 91 de la vigente Constitución Española se refiere a la última fase de la elaboración de las leyes, recogiendo la sanción, promulgación y publicación, encomendando su realización al Rey. Dispone así que el Rey sancionará, en el plazo de quince días, las leyes aprobadas por las Cortes Generales, y las promulgará y ordenará su inmediata publicación.
En realidad la Constitución ha impuesto la unión de los tres trámites en uno sólo que es, al mismo tiempo, sanción, promulgación y orden de publicación y que se plasma en la firma por el Rey del documento original en que la ley se inserta, conocido como "el papel del canto dorado". La fórmula que antecede a la firma no es muy distinta de la que establecía la Constitución de Cádiz: "A todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: Que las Cortes Generales han aprobado y Yo vengo en sancionar la siguiente Ley... Por tanto, Mando a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y hagan guardar esta Ley".
La promulgación, como en las Constituciones precedentes desde 1812, se une en la Constitución Española de 1978 a la sanción como facultades del Rey. De Castro identificaba la promulgación de las leyes con su publicación, cosa que sucede en la Ley Fundamental de Bonn, por ejemplo, y que sucedió durante todo nuestro constitucionalismo hasta la Constitución de 1931, en que la promulgación dejó de significar publicación para referirse al acto de autenticación de la aprobación de la ley y de su regularidad formal, significado que también posee en la Constitución de 1978, que se refiere a la promulgación y a la publicación como dos actos distintos. La promulgación tiene pues, en nuestro Derecho, una función certificante, que manifiesta que el texto promulgado es el mismo aprobado por el Parlamento. Ahora bien, como señala Santamaría Pastor, lo cierto es que ese acto de autenticación bien podría hacerlo la sanción, siendo así que habría bastado que la Constitución se hubiera referido a la sanción y publicación de la ley, suprimiendo la innecesaria promulgación, más propia de los regímenes republicanos y que no aporta nada nuevo a la formalidad de las leyes.
Es importante aclarar que pese a que con la promulgación el Rey autentica el texto aprobado por las Cámaras, no implica ninguna presunción de constitucionalidad de la ley, ni que se realice ningún control de constitucionalidad o legalidad de la misma, tarea que corresponde en exclusiva al Tribunal Constitucional.
Por otro lado, en modo alguno cabe pensar que S.M. El Rey, en un Estado cuya forma política es la Monarquía parlamentaria, como dice el artículo 1.3 de la Constitución, sea libre de sancionar o promulgar las leyes según su propio criterio. Carece de todo tipo de derecho de veto. La expresión del artículo 91 es imperativa: "sancionará, promulgará y ordenará su inmediata publicación", lo que revela que la intervención del Rey es preceptiva.
La irresponsabilidad del Rey está directamente relacionada con el refrendo de la sanción y la promulgación. De acuerdo con el artículo 64.1 de la Constitución: "los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes...". El refrendo puede producirse, incluso, por ambos tipos de autoridades según la naturaleza de las leyes, como es común en el Derecho Comparado. En España, esta cuestión se regula en el artículo 2.2 h) de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno que, entre las funciones del Presidente del Gobierno, recoge la de "refrendar, en su caso, los actos el Rey y someterle, para su sanción, las leyes y demás normas con rango de ley, de acuerdo con lo establecido en los artículos 64 y 91 de la Constitución". Por su parte el artículo 4.1 d) atribuye a los Ministros la facultad de refrendar, en su caso, los actos del Rey en materia de su competencia.
Una vez aprobada la ley, el Senado, si no ha interpuesto veto ni enmiendas, o el Congreso de los Diputados pronunciado sobre éstos, remiten la Ley al Presidente del Gobierno a través de la Secretaría de Estado de Relaciones con las Cortes. Con ello se ha abandonado el sistema tradicional establecido por la Ley de 19 de julio de 1837, de relaciones entre los Cuerpos Colegisladores, que preveía la presentación de la ley al monarca por una Comisión parlamentaria de la última Cámara en que se hubiese discutido (artículo 11); y también el sistema de 1931 que establecía la presentación directa por las Cortes al Presidente de la República.
El plazo de 15 días en que la ley debe sancionarse por el Rey debe computarse, según lo entiende la mayoría de los autores, desde el momento de recepción del texto por aquél, pues si se interpretase que el "dies a quo" es el momento de aprobación definitiva por las Cortes, el tiempo que transcurre entre ésta y la preparación del texto oficial podría acortar en exceso el plazo real con que cuenta el monarca. Además ese plazo no sólo comprende la sanción, como parece desprenderse de la Constitución en una primera lectura, sino también la promulgación de la misma, ordenando a continuación la inmediata publicación. En este caso lo que hace literalmente el Rey es ordenar la publicación de la ley, y realmente a quien afecta la obligación de efectuar la publicación inmediata de la ley, una vez sancionada, es al Gobierno, órgano bajo cuya dependencia se sitúa el Boletín Oficial del Estado.
Finalmente hay que señalar que si sanción y promulgación son actos de raigambre histórica que aportan solemnidad a la Ley, pero carecen de un valor sustantivo, es decir, que la ley ya ha sido aprobada con plena validez jurídica por las Cortes Generales, siendo meros requisitos ad solemnitatem y obligados para el monarca, el humilde acto de publicación de una ley adquiere una función de vital importancia. Consiste en una actividad que supone la inserción del texto de la misma en un medio material de difusión de carácter oficial, y que tiene una sustantividad propia, siendo un requisito de la máxima trascendencia para la existencia de la ley, puesto que de la publicación, es decir, del posible acceso de la comunidad al texto de la ley, hace depender el ordenamiento jurídico el inicio de su aplicabilidad y su eficacia en cuanto norma obligatoria. La ley es perfecta desde su aprobación por las Cámaras, pero no vincula ni obliga a nadie, autoridades o ciudadanos, hasta que no aparece inserta en el diario oficial. El artículo 9.3 de la Constitución garantiza, entre otros, el principio de publicidad de las normas, como también el de la seguridad jurídica. El primero es consecuencia del segundo, en la medida en que no puede exigirse el cumplimiento de las leyes si no se ofrecen los medios para su conocimiento. La publicación fija el inicio del cómputo del plazo para su obligatoriedad efectiva, pudiendo ser exigible y aplicable. Según el artículo 2.1 del Código Civil las leyes entrarán en vigor a los 20 días de su completa publicación en el Boletín Oficial del Estado, si en ellas no se dispone otra cosa.
Recuerde:
• La última fase del procedimiento legislativo que comprende la sanción, la promulgación y la publicación de la Ley:
- - tiene lugar una vez que la Ley ha sido aprobada por las Cámaras
- - es condición para la eficacia erga omnes de la ley.
- - es un requisito ad solemnitatem de máxima trascendencia del que depende el inicio de su aplicabilidad y su eficacia en cuanto norma obligatoria.
- - es un acto obligado para el monarca para la existencia de la ley,
- - no implica ninguna presunción de constitucionalidad de la ley, ni que se realice ningún control de constitucionalidad o legalidad de la misma.